Braulio Gómez Fortez: La nueva piel democrática de nuestros jóvenes

Gobernanza

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Nuevas narrativas, Educación para el cambio
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Nuestros jóvenes al llegar a la isla a construir sus reglas de convivencia en un mundo nuevo no nos dejaron noticias que desconociéramos sobre su ausencia de raíces formales hacia el modelo democrático y sus instituciones. Sabíamos que su desconfianza hacia todo lo que construía la liturgia de la democracia representativa les había dejado fuera de su identidad cualquier sustrato de cultura democrática. Todas sus decisiones sobre el futuro estaban alejadas de la reproducción del viejo edificio democrático.

La democracia no son partidos, no son elecciones, no son liderazgos, no son parlamentos ni tribunales de justicia, no son estado de derecho y no son libertades. Todo es relativo, contingente, lo que estimula la identidad primaria se articula alrededor de la pertenencia a un grupo que genera valores compartidos. La pregunta de cómo se generan esos valores compartidos no la relacionan con el proceso de toma de decisiones que es necesario consensuar cuando hay intereses diferentes y enfrentados en la sociedad. Y aquí aparecen espacios y discursos que nos dan nuevas pistas sobre el aparente apagón democrático de la generación Z.

Hay una energía que conecta una visión de la comunidad donde no hay conflicto de interés, ni luchas de clases con una incapacidad de entender la gestión de unos recursos que en su mente no aparecen tan escasos porque tienen en el imaginario futurista un modelo de vida sencillo, primario y austero. Cada vez están más con los suyos, con sus mensajes, sus lenguajes, sus tiempos y sus espacios. Esto genera la sensación de comunidades cerradas, enemigas de la globalización y sus consecuencias. Su ambición no tiene que ver con una gobernanza global de la democracia.

La democracia no es nada si no me da seguridad y refugio. Los jóvenes mezclan en su isla futurista dos visiones contrapuestas sobre la seguridad. Por un lado, con un ideal claramente escandinavo aunque no lo mencionen explícitamente confían en la igualdad como mecanismo extremo en el que todos los miembros de la comunidad están obligados a compartir un tiempo dedicado al bien común y donde no se premia destacar. Lo primordial es encajar y solo con las normas sociales se garantiza la obediencia. Una visión de la democracia que genera limitaciones para fomentar la excelencia individual o reconocer el éxito ajeno. Está estudiado que esta base igualitaria y poco liberal de la democracia alimenta la cohesión social y que explica el desarrollo del estado de bienestar y disminuye la probabilidad de la delincuencia. Pero también se ha demostrado que está cohesión interna y endógena es abiertamente hostil y cerrada hacia los que no pertenecen a la comunidad.

El conformismo puede construir una sociedad ordenada en la que parece que todos confían en los demás, pero la realidad es que se sustenta en la ansiedad individual hacia aquellos que infringen las normas. Este espíritu democrático escandinavo, para lo bueno y para lo malo, convive con una inercia localista hacia el lado oscuro del capital social. Ese capital social que se caracterizó en el Sur de Italia en el libro de Robert Putnam, Bowling Alone, en el que colocaba fuera de la globalización a la sociedad italiana por su dependencia del familismo amoral, un código ético según el cual lo importante es la familia y el entorno más cercano de confianza y el resto de la sociedad es vista como una amenaza o un chivo expiatorio. El rastro que dejaron nuestros jóvenes en las islas nos situaban a los vecinos, a la comunidad más cercana en el centro de su confianza social, con el peligro de desarrollar intolerancia hacia los extraños y generando una mentalidad cerrada y sectaria.

Los jóvenes son conscientes de que vivimos en un mundo que se caracteriza por una vigilancia masiva y constante gracias al desarrollo de la tecnología y la inteligencia artificial. La mayoría quiere más seguridad tanto en las calles reales como en las digitales. Las soluciones tecnológicas no las quieren para la toma de decisiones o para delegar poder, pero en cambio en su sentimiento de la importancia de la seguridad en su ideal democrático sí que apuestan por el desarrollo de las tecnologías para facilitar la detención de los que infringen las normas como método de disuasión o como multiplicador de la mirada vecinal para que nadie se desvie del buen comportamiento en la comunidad. O la democracia proporciona seguridad o la inseguridad acabará con la democracia. Cuando se dice que la inseguridad puede acabar con la democracia, se entiende que la generación Z puede buscar refugio en opciones de extrema derecha sin tener en cuenta sus consecuencias, sí. La inseguridad que sienten los jóvenes está relacionada con la justicia social y la desigualdad económica. Es muy interesante como en las conversaciones futuristas con el folio en blanco aparece el Estado de Bienestar como el apellido que más rima con su democracia y es algo que viene muy interiorizado en las nuevas generaciones que empezaron a leer el mundo después de la gran crisis financiera de 2008. Se cree en la igualdad sin relacionarla con la política, ni mucho menos con la democracia. No ven la igualdad como un modelo ideológico; la necesidad de garantizar bienestar social y cuidados a la comunidad tiene un enfoque tribal, de protección de la tribu. Es mucho más importante garantizar una cobertura sanitaria de calidad para todos que dar derecho a participar en la toma de decisiones a todos.

Según el último deustobarometro de verano, la Generación Z es la que tiene más miedo a que se produzcan recortes sociales, la más preocupada por la calidad de la educación pública y prioriza las desigualdades sociales en su listado de los principales problemas de Euskadi por encima de la media. La mayoría de los jóvenes cree que se deberían mejorar los servicios públicos, aunque para ello haya que pagar más impuestos. Y son los más partidarios de reformar la Renta de Garantía de Ingresos en el sentido de flexibilizar sus requisitos para que puedan acceder más personas. Suponiendo que las Administraciones Públicas se vieran obligadas a gastar menos en políticas y servicios públicos, la mayoría de los jóvenes no querría que se recortara en ningún caso ni en sanidad, ni en educación, ni en inversión en ciencia, ni en la lucha contra el cambio climático. Precisamente la protección del medioambiente es lo que más les diferencia, junto al feminismo, de sus mayores. Su identidad social, ecologista y feminista, tiene más peso que la identidad territorial. Su democracia no está asociada a emociones culturales o identitarias, tiene más componentes de justicia social que de emociones culturales. Los jóvenes vascos no desprecian a sus mayores por haber acomodado sus demandas territoriales sino que los cuestionan por no haber sido capaces de cuidar el planeta, sus condiciones laborales y la visibilización de la mujer en los espacios de poder de este país.

Antes de la pandemia se escribían libros sobre cómo mueren las democracias que relacionaban la pérdida de la confianza en el sistema con la incapacidad de corregir las desigualdades y dar soluciones a los principales problemas de la gente, mientras la clase política, el "establishment", seguía acumulando poder y recursos sin padecer el impacto de la gran recesión que había generado el crecimiento de las ofertas populistas cargadas de soluciones simples, rápidas y poco respetuosas con las liturgias democráticas. El apoyo a la democracia comenzó a resentirse en la mayoría de los países y el grupo de los jóvenes casi siempre era el que manifestaba mayor desarraigo democrático. Los ciudadanos vinculan la democracia más a los resultados que a los procesos o las liturgias y los jóvenes estaban siendo los más perjudicados por la impotencia democrática para desarrollar políticas que favorecieran el desarrollo de su proyecto autónomo de vida.

Uno de los grandes debates de los últimos años sobre los problemas de la democracia ha estado relacionado con la calidad de la toma de decisiones. Por un lado, se puede tener la tentación de creer que la calidad de una decisión mejora cuanto más intervengan los técnicos y los expertos en esa decisión y menos los representantes políticos. Nuestros jóvenes no tienen tendencias tecnócratas para generar un sistema de toma decisiones superior al encarnado por los representantes del pueblo. No confián más ni en la inteligencia artificial ni en los expertos. Cualquier mecanismo enfocado a empoderar a la tecnología encontraría el rechazo o la indeferencia de los jóvenes. En su lenguaje no verbalizan los agujeros negros de la democracia en la misma dimensión en la que se reproducen en Europa o en Euskadi. No sintonizan con la amenaza del populismo de extrema derecha que cuestiona las estructuras democráticas ni tampoco con la idea de que en Euskadi no hay una democracia porque no permite solucionar un conflicto político con un referéndum o porque se reprime judicial y policialmente a los que tenían ideas políticas equivocadas o porque las cloacas del Estado funcionaban al margen del mandato democrático con impunidad.

La crisis pandémica ensanchó otro agujero negro en una democracia que estaba perdiendo por goteo defensores de sus liturgias más sagradas. Aparecieron debates insospechados como la suspensión de los procesos electorales en tiempo de pandemia o la posibilidad de restringir el sufragio a ciudadanos contagiados. En el Deustobarómetro 2023 se preguntaba a la ciudadanía por su suelo democrático, por las líneas rojas de la idea democrática que tienen en la cabeza. Un 23% de los jóvenes vascos pensaba que la democracia podía funcionar perfectamente sin la necesidad de celebrar elecciones periódicas. Y un 41% estaba a favor de la utilización frecuente de medidas excepcionales como el Estado de Alarma más allá de la pandemia. Medidas excepcionales que permiten la suspensión de derechos fundamentales. La mayoría negaba el derecho a manifestación en ningún formato mientras no hubiera desaparecido por completo el riesgo de contagio durante una pandemia. Un 36% apoyaba que la policía pudiera entrar en los domicilios sin orden judicial si sospecha que no se están cumpliendo las normas establecidas para luchar contra una pandemia. Y un 62% apoyaba que la Organización Mundial de la Salud pudiera imponer sus recomendaciones a los gobiernos elegidos democráticamente en las urnas. Los nuevos agujeros negros tienen que ver con el desarraigo hacia el ejercicio de los derechos fundamentales y hacia la legitimidad democrática de las decisiones políticas.

Apenas hay rastro de los ingredientes más valiosos de la democracia liberal en los modelos de convivencia que proponen nuestros jóvenes. La pregunta que tenemos que hacernos es si la degradación de los componentes liberales de la liturgia democrática para protegernos contra una pandemia podrá ser aprovechada en el futuro por gobernantes oportunistas y malvados para desarrollar políticas contra nuestros intereses bajo la cobertura engañosa de la defensa de un bien común. La crisis de la representación ha pasado de la frustración por el fin de las ideologías al miedo a que llegue una ideología fuerte, totalitaria que haga saltar por los aires un sistema de libertades que cada vez tiene menos defensores. A pesar del calado de la crisis institucional y la desactivación de la confianza y la lealtad política todavía hay quien piensa que todo se reduce a un problema de comunicar bien un relato.

"Estamos en transición hacia un modelo político que todavía no sabemos cuál es y en el mientras tanto hay que seguir dando espacio y tiempo a la política en el debate público si nos interesa que no siga creciendo la brecha entre los que más tienen que conservar y los que cada vez tienen menos miedo a perderlo todo".

Nuestro experimento con los jóvenes que buscaban construir su propio mapa de la democracia para un nuevo mundo coincidió con la campaña electoral y las últimas elecciones vascas y eso nos dio la oportunidad de comprobar como su agenda y su interés está completamente desarraigado de la liturgia electoral. El futuro de la democracia se pinta sin elecciones si atendemos la desacralización de las urnas por parte de los jóvenes. Y no es que estén ganando la batalla los que defienden el sorteo como un método más adecuado para la profundización democrática. Los procesos de innovación en la participación no forman parte de la caja de herramientas democráticas de esta generación. Lo que se está extendiendo es la desconexión del mecanismo electoral de la idea original de la democracia en formato representativo. Las elecciones sufren una intensa crisis como la mejor herramienta institucional para incorporar la voluntad popular a la toma de decisiones. Existe ya un amplio consenso sobre su incapacidad para conectar los resultados electorales con el poder y la acción política. Por un lado pesa la impotencia democrática, los jóvenes sienten que muchas decisiones importantes ya no están en manos de los representantes políticos a los que votas sino de instancias supranacionales, de los mercados y de una globalización que jibariza la autoridad y las competencias reales de los que consiguen ganar las elecciones. Los representantes políticos ya no tienen a su alcance evitar, entre otras cosas relevantes, el empobrecimiento de los trabajadores o el calentamiento global. Por eso, los jóvenes buscan refugios democráticos en comunidades pequeñas dónde las elecciones no son tan importantes y renuncian a soñar en una gobernanza democrática global.

El desprestigio de las elecciones como el mejor método para seleccionar a los representantes se queda pequeño si lo comparamos con la mala reputación que acompaña en los últimos tiempos a las campañas electorales. Nadie sabe que las campañas electorales fueron una conquista de los más débiles en sus orígenes. Cuando los movimientos obreros se incorporaron a los procesos electorales a través de la representación de los intereses de clase se entendía que había que garantizar la protección de su espacio de comunicación política para que pudieran competir en igualdad de condiciones con los que representaban los intereses de los propietarios y las clases altas. Con la aparición de la televisión como un medio de comunicación masivo se entendió que también contribuía a que se incrementara la participación y el interés por la política de las clases más desfavorecidas. En el camino de la dictadura a la democracia, los partidos perseguidos por sus ideas luchaban porque las campañas electorales duraran el máximo tiempo posible y que contaran también con la mayor financiación pública para poder competir en igualdad con los que habían monopolizado el mercado de las ideas en la época autoritaria. Nuestros jóvenes no creen que sus redes sociales y sus nuevas herramientas digitales les ayudan a generar información alrededor de la campañas electorales. No hay rastro de dictaduras en su memoria, no sienten la democracia como una conquista callejera analógica o digital.

En los últimos años con el descrédito de la política y la pérdida de confianza en las instituciones y partidos políticos se ha producido el fenómeno inverso, las clases más desfavorecidas cada vez quieren menos privilegios para los políticos, entienden las campañas electorales como un espacio de despilfarro, corrupción y sin ninguna conexión con su verdad y la realidad de sus vidas.

Y las campañas electorales han desaparecido en la práctica justo en el momento en el que hay menos jóvenes convencidos del sentido de su voto. En todas las democracias cada vez se decide más tarde el voto.

"Hay un tercio de jóvenes que decide su voto las dos últimas semanas, incluso hay un 30% que decide el mismo día de la votación".

Las campañas intentan movilizar a los tuyos y captar la atención de los que se mueven ideológicamente en tus cercanías o que viven su vida sin vincularse a ningún espacio político. Lo que ha ocurrido en los últimos años es que cada vez hay menos de los tuyos. La identificación partidista se ha extinguido en la construcción de la identidad política de la Generación Z y los temas reales que deciden el resultado electoral ya no tienen que ver solo con la lucha de clases o con la activación del conflicto centro-periferia. Las nuevas dimensiones de competición política relacionadas con la globalización, el nativismo y los flujos de las migraciones o la regeneración de la democracia que tienen claves de activación emocional y efímera que no ayudan a la cristalización de una identidad generacional compartida.

La democracia de piel, sensible y llena de miedos que generan en sus conversaciones los jóvenes puede generar un espacio de tribus democráticas que no tengan nada que ver ni con las juventudes de los partidos ni con los activistas de las causas. Esas tribus democráticas pueden ser espacios de socialización y de generación de decisiones que mejoren su capacidad de influir. Cuando hablamos de abrir el marco de la participación no hablamos de innovación en las herramientas participativas, sino de generar un transformador que convierta esa energía en influencia política. Hay que ir a dónde están sus conversaciones y sus mundos e introducirlos en la conversación pública.

Por último, el entrenamiento democrático tendrá que venir de la mano de la deconstrucción de los ingredientes básicos de la democracia y una relectura compartida de ingredientes básicos de la democracia que se están perdiendo y que hay que readaptarlos para que formen parte de la identidad cultural de la Generación Z. La raíz de los problemas no están en el mal funcionamiento de las instituciones y sus principales actores. Es mejor trabajar con los jóvenes hacia un concepto de libertad o seguridad compartido, por ejemplo, que hacia una reforma electoral o el desarrollo de un nuevo partido o de un nuevo proceso participativo.

El ateísmo democrático de la Generación Z

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